Leer 1 Corintios 9, 24-27. Cuando Pablo vio unos juegos se preguntó
cuándo tendríamos nosotros tanta dedicación y tanta disciplina para ganar la
gloria eterna como los atletas ponen para ganarse un premio o una medalla.
Preguntémonos: Tenemos una meta clara en
la vida? Tal vez la tuvimos en algún momento y la perdimos? Los atletas que desean alcanzar una medalla
se apresuran a poner todo lo demás en segundo lugar. Esto es también verdadero en
la vida espiritual. Sin una meta clara estaremos distraídos y gastaremos
nuestras energías en cosas secundarias. Decía Martin Luther King a su
pueblo: “Mantengan la mirada fija en el premio”. Cuál es nuestro premio? La
vida de Dios, con Cristo, vida plena, colmada de amor. (Jn 3, 16). Mantener la mirada en el premio, en medio de
una vida repleta de distracciones, necesita mucha disciplina. Necesita de la
oración, en la que ponemos una y otra vez a Dios en el centro de nuestra vida.
La oración mantiene nuestra meta clara, y cuando esta parece disiparse, la
oración vuelve a clarificarla.
La vida eterna es a menudo, para
muchos cristianos, algo futuro, alcanzable sólo después de la muerte. Y por
eso, algo tan distante la mayor parte del tiempo que no merece una seria atención. Pero la
vida eterna es la vida en Dios y con Dios, y Dios está donde yo estoy, aquí y
ahora. No es algo que tengamos que esperar. Jesús dice: “Permanezcan en mí como
yo permanezco en ustedes”. Esta
inhabitación divina es la vida eterna. Lo que nos da la vida eterna es la presencia
activa de Dios en el centro de nuestra vida, el movimiento del Espíritu de Dios
en nuestro interior. Entonces la muerte ya no es línea divisoria, no hay antes
ni después, todo está bien y seguirá estándolo. Dice Jesús: “No tengan miedo,
yo he vencido al mundo”. Cuando nuestro
corazón entiende esta verdad divina,
estamos viviendo una vida espiritual.
(Apuntes tomados a partir de la lectura de textos de Henri NOUWEN, para un retiro de Cuaresma)
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