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Levantar la copa es una invitación a afirmar y a celebrar la vida juntos... Levantamos la copa por la vida, es decir, para afirmar la vida juntos y celebrarla como un don de Dios. Cuando todos nosotros podemos mantener con firmeza entre nuestras manos nuestra propia copa, con sus muchas penas y alegrías, proclamando que es nuestra única vida, entonces también podemos levantarla para que los demás la vean y animarlos a levantar a su vez sus vidas. Por eso, cuando levantamos nuestras copas en un gesto libre de todo miedo, proclamando que nos apoyaremos mutuamente en nuestro viaje común, creamos comunidad.
Levantar la copa es una invitación a afirmar y a celebrar la vida juntos... Levantamos la copa por la vida, es decir, para afirmar la vida juntos y celebrarla como un don de Dios. Cuando todos nosotros podemos mantener con firmeza entre nuestras manos nuestra propia copa, con sus muchas penas y alegrías, proclamando que es nuestra única vida, entonces también podemos levantarla para que los demás la vean y animarlos a levantar a su vez sus vidas. Por eso, cuando levantamos nuestras copas en un gesto libre de todo miedo, proclamando que nos apoyaremos mutuamente en nuestro viaje común, creamos comunidad.
Nada es dulce o fácil cuando se trata de la comunidad. La comunidad es la asociación de personas que no esconden sus gozos o sus penas, sino que las hacen visibles unos a otros en un gesto de esperanza. Decimos en comunidad:
"La vida está llena de ganancias y pérdidas, altos y bajos, pero no tenemos que vivir estos hechos en soledad. Queremos beber nuestra copa juntos y así celebrar la verdad de que las heridas de nuestras vidas individuales, que parecen intolerables cuando las vivimos en soledad, se convierten en fuentes de curación cuando las vivimos como parte de esa asociación de cuidados mutuos".
La comunidad es como un gran mosaico. Cada pequeña pieza parece insignificante. Una pieza es de un rojo brillante, otra de un azul pálido o de un verde apagado, otra de un morado cálido, otra de un amarillo fuerte, otra de un dorado brillante. Algunas parecen preciosas, otras ordinarias; algunas valiosas, otras vulgares; algunas llamativas, otras delicadas. Como piedras individuales podemos hacer poco con ellas, salvo compararlas entre sí y emitir un juicio sobre su valor y belleza. Pero cuando todas estas pequeñas piezas son reunidas armónica, sabiamente en un gran mosaico, componiendo con ellas la figura de Cristo, ¿quién se preguntará nunca la importancia de cada una de ellas? Si una de ellas, hasta la más pequeña, falta, la cara está incompleta. Juntas en un mosaico, cada piedra pequeña es indispensable y contribuye de una forma única, indispensable, a la gloria de Dios. Eso es la comunidad. La asociación de personas sin importancia que juntas hacen a Dios visible en el mundo.
Cada vez que hablamos o actuamos de forma que hacemos de nuestra vida una vida para los demás, nuestras vidas se elevan ante los otros. Cuando somos capaces de abrazar enteramente nuestras propias vidas, descubrimos que lo que anhelamos también lo proclamamos. Una vida bien llevada es, por tanto, una vida para los demás. Ya no nos preguntamos si nuestra vida es mejor o peor
que la de los demás, y empezamos a ver claramente que cuando vivimos nuestra vida para los demás, no solamente estamos buscando nuestra individualidad sino que también proclamamos nuestro sitio único en el mosaico de la familia humana.
A menudo tendemos a mantener nuestras vidas escondidas. La vergüenza y el sentido de culpabilidad nos impiden dejar que los otros sepan lo que vivimos. Si nos atrevemos a levantar nuestras copas y a dejar que nuestros compañeros vean lo que hay en ellas, ellos se animarán a levantar las suyas y a compartir con nosotros sus secretos celosa, ansiosamente escondidos. La mayor curación tiene lugar a menudo cuando dejamos de sentirnos aislados por nuestra vergüenza y nuestro sentido de culpabilidad, y descubrimos que otros, con mucha frecuencia, sienten lo que nosotros sentimos, piensan lo que pensamos y tienen los miedos, aprensiones y preocupaciones que nosotros tenemos.
Elevar nuestras copas significa compartir nuestra vida para celebrarla. Cuando queremos beber nuestra copa y hacerlo hasta el fondo, necesitamos a otros que quieran beber la suya con nosotros. Necesitamos una comunidad en la que la confesión y la celebración estén siempre presentes a la vez. Cuando levantamos nuestra copa y decimos «por la vida», tenemos que estar hablando de vidas reales, no solamente de vidas difíciles, penosas, dolorosas, sino también de vidas tan llenas de gozo que la celebración se convierta en una respuesta espontánea.
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Elevar la copa es ofrecer una bendición. La copa del dolor y del gozo, cuando se eleva con y para los otros «por la vida», se convierte en copa de bendición. Muchos se sienten malditos por Dios por la enfermedad, las pérdidas, las disminuciones y los infortunios. Creen que su copa no contiene bendición alguna.
El inmenso sufrimiento de la humanidad puede ser entendido fácilmente como signo de la ira de Dios, como un castigo. A menudo fue entendido de esta manera, y aún lo es.
Sin embargo, Jesús cargó sobre sí mismo todo este sufrimiento y lo elevó en la cruz, no como una maldición sino como una bendición. Jesús hizo de la copa de la ira de Dios la copa de la bendición. Ése es el misterio de la eucaristía. Jesús murió por nosotros para que nosotros pudiéramos vivir. Derramó su sangre por nosotros para que encontráramos una vida nueva. Por nosotros se hizo un proscrito para que pudiéramos vivir en comunidad. Se hizo por nosotros alimento y bebida para que pudiéramos alimentarnos para la vida eterna. Eso es lo que Jesús quiso decir cuando cogió la copa y dijo: «Ésta es la copa de la nueva alianza sellada con mi sangre, que se derramó por vosotros» (Le 22,30). La eucaristía es ese sagrado misterio por el que lo que vivimos en un momento dado como una maldición, lo podemos vivir después como una bendición.
A partir de ella, nuestro sufrimiento no puede ser ya un castigo. Jesús lo transformó en camino hacia una vida nueva: una nueva alianza, una nueva comunión, una nueva comunidad. Cuando levantamos la copa de nuestra vida y compartimos con los demás nuestros gozos y sufrimientos en mutua vulnerabilidad, puede hacerse visible entre nosotros la nueva alianza. La gran sorpresa reside en el hecho de que quien nos revela normalmente que nuestra copa es una copa de bendición es el más pequeño entre nosotros. La copa de la bendición es la copa que los sencillos tienen que ofrecernos.
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Levantamos las copas de nuestras vidas para comunicarnos vida mutuamente. En nuestra comunidad hay muchas pequeñas fiestas. Son ocasiones normalmente felices durante las cuales comemos y bebemos, cantamos y bailamos, pronunciamos discursos, hablamos y nos reímos mucho. Pero una celebración es algo más que simplemente una fiesta. Es una ocasión para animarnos mutuamente, tanto si estamos en un buen momento como si no, y profundizar nuestros vínculos como comunidad. Celebrar la vida es levantarla, hacerla visible a los demás, afirmarla en su concreción real y dar gracias por ella.
La copa del dolor y del gozo, levantada para que los demás la vean y la celebren, se convierte en copa de vida. Nos resulta muy sencillo vivir unas vidas truncadas por las cosas duras que nos han sucedido en nuestro pasado y que preferimos no recordar. A menudo las preocupaciones de nuestro pasado nos parecen demasiado pesadas para soportarlas en solitario. La vergüenza y el sentido de culpabilidad nos hacen ocultar parte de nosotros mismos, y de esa forma vivimos a medias. Pero necesitamos vivir nuestra vida en comunidad y vivirla completa, en plenitud. Necesitamos vivirlas más allá de nuestro sentido de culpabilidad y de nuestra vergüenza, y dar gracias no sólo por nuestros éxitos y logros, sino también por nuestros fallos y nuestros defectos. Necesitamos que nuestras lágrimas fluyan libremente, lágrimas de pena o de gozo, lágrimas que son como la lluvia que cae sobre la tierra reseca. Si levantamos así nuestra vida en comunidad, todos juntos, podemos decir realmente «por la vida», porque todo lo que hemos vivido se convierte en tierra fértil de cara al futuro.
Pero elevar nuestra copa por la vida es mucho más que decir cosas buenas los unos de los otros. Es mucho más que ofrecerse buenos deseos. Significa que tomamos todo lo que hemos vivido desde siempre y lo traemos al momento presente como regalo para los demás, un regalo que hay que celebrar. En la mayoría de los casos, solemos repasar nuestras vidas y decimos: «Agradezco las cosas buenas que me han traído hasta aquí». Pero cuando levantamos nuestra copa por la vida, debemos atrevernos a decir: «Doy gracias por todo lo que me ha pasado y lo que me ha traído a este momento». Esta gratitud que abarca todo nuestro pasado es lo que hace de nuestra vida un auténtico regalo para los otros, porque borra la amargura, los resentimientos, los pesares y el revanchismo, la envidia y la rivalidad. Transforma nuestro pasado en un don fructífero de cara al futuro, y hace de nuestra vida, de toda ella, algo que transmite vida.
Cada vez que nos atrevemos a dar un paso para vencer nuestro miedo a ser vulnerables y a elevar nuestra copa, nuestras vidas y las de otras personas florecerán de forma absolutamente inesperada. Luego, nosotros también encontraremos la fuerza para beber nuestra copa y bebería hasta el fondo.
(Lo anterior es un resumen de un texto de Henri Nouwen, para compartir en grupo, una vez que hemos leído íntegramente el libro: "¿Puedes beber este cáliz?")
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Elevar la copa es ofrecer una bendición. La copa del dolor y del gozo, cuando se eleva con y para los otros «por la vida», se convierte en copa de bendición. Muchos se sienten malditos por Dios por la enfermedad, las pérdidas, las disminuciones y los infortunios. Creen que su copa no contiene bendición alguna.
El inmenso sufrimiento de la humanidad puede ser entendido fácilmente como signo de la ira de Dios, como un castigo. A menudo fue entendido de esta manera, y aún lo es.
Sin embargo, Jesús cargó sobre sí mismo todo este sufrimiento y lo elevó en la cruz, no como una maldición sino como una bendición. Jesús hizo de la copa de la ira de Dios la copa de la bendición. Ése es el misterio de la eucaristía. Jesús murió por nosotros para que nosotros pudiéramos vivir. Derramó su sangre por nosotros para que encontráramos una vida nueva. Por nosotros se hizo un proscrito para que pudiéramos vivir en comunidad. Se hizo por nosotros alimento y bebida para que pudiéramos alimentarnos para la vida eterna. Eso es lo que Jesús quiso decir cuando cogió la copa y dijo: «Ésta es la copa de la nueva alianza sellada con mi sangre, que se derramó por vosotros» (Le 22,30). La eucaristía es ese sagrado misterio por el que lo que vivimos en un momento dado como una maldición, lo podemos vivir después como una bendición.
A partir de ella, nuestro sufrimiento no puede ser ya un castigo. Jesús lo transformó en camino hacia una vida nueva: una nueva alianza, una nueva comunión, una nueva comunidad. Cuando levantamos la copa de nuestra vida y compartimos con los demás nuestros gozos y sufrimientos en mutua vulnerabilidad, puede hacerse visible entre nosotros la nueva alianza. La gran sorpresa reside en el hecho de que quien nos revela normalmente que nuestra copa es una copa de bendición es el más pequeño entre nosotros. La copa de la bendición es la copa que los sencillos tienen que ofrecernos.
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Levantamos las copas de nuestras vidas para comunicarnos vida mutuamente. En nuestra comunidad hay muchas pequeñas fiestas. Son ocasiones normalmente felices durante las cuales comemos y bebemos, cantamos y bailamos, pronunciamos discursos, hablamos y nos reímos mucho. Pero una celebración es algo más que simplemente una fiesta. Es una ocasión para animarnos mutuamente, tanto si estamos en un buen momento como si no, y profundizar nuestros vínculos como comunidad. Celebrar la vida es levantarla, hacerla visible a los demás, afirmarla en su concreción real y dar gracias por ella.
La copa del dolor y del gozo, levantada para que los demás la vean y la celebren, se convierte en copa de vida. Nos resulta muy sencillo vivir unas vidas truncadas por las cosas duras que nos han sucedido en nuestro pasado y que preferimos no recordar. A menudo las preocupaciones de nuestro pasado nos parecen demasiado pesadas para soportarlas en solitario. La vergüenza y el sentido de culpabilidad nos hacen ocultar parte de nosotros mismos, y de esa forma vivimos a medias. Pero necesitamos vivir nuestra vida en comunidad y vivirla completa, en plenitud. Necesitamos vivirlas más allá de nuestro sentido de culpabilidad y de nuestra vergüenza, y dar gracias no sólo por nuestros éxitos y logros, sino también por nuestros fallos y nuestros defectos. Necesitamos que nuestras lágrimas fluyan libremente, lágrimas de pena o de gozo, lágrimas que son como la lluvia que cae sobre la tierra reseca. Si levantamos así nuestra vida en comunidad, todos juntos, podemos decir realmente «por la vida», porque todo lo que hemos vivido se convierte en tierra fértil de cara al futuro.
Pero elevar nuestra copa por la vida es mucho más que decir cosas buenas los unos de los otros. Es mucho más que ofrecerse buenos deseos. Significa que tomamos todo lo que hemos vivido desde siempre y lo traemos al momento presente como regalo para los demás, un regalo que hay que celebrar. En la mayoría de los casos, solemos repasar nuestras vidas y decimos: «Agradezco las cosas buenas que me han traído hasta aquí». Pero cuando levantamos nuestra copa por la vida, debemos atrevernos a decir: «Doy gracias por todo lo que me ha pasado y lo que me ha traído a este momento». Esta gratitud que abarca todo nuestro pasado es lo que hace de nuestra vida un auténtico regalo para los otros, porque borra la amargura, los resentimientos, los pesares y el revanchismo, la envidia y la rivalidad. Transforma nuestro pasado en un don fructífero de cara al futuro, y hace de nuestra vida, de toda ella, algo que transmite vida.
Cada vez que nos atrevemos a dar un paso para vencer nuestro miedo a ser vulnerables y a elevar nuestra copa, nuestras vidas y las de otras personas florecerán de forma absolutamente inesperada. Luego, nosotros también encontraremos la fuerza para beber nuestra copa y bebería hasta el fondo.
(Lo anterior es un resumen de un texto de Henri Nouwen, para compartir en grupo, una vez que hemos leído íntegramente el libro: "¿Puedes beber este cáliz?")
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