miércoles, 13 de mayo de 2020

MEDITACIÓN SOBRE LA VIDA EUCARÍSTICA (3)

Llegamos a la Eucaristía...y así iniciamos el viaje, abatidos, cansados, desesperanzados. Pero dice Nouwen: "La cuestión es si nuestras pérdidas dan lugar en nosotros al resentimiento o al desánimo". Ante el dolor de la vida fácilmente podemos volvernos amargados, resentidos. Sobre todo al final de la vida podemos sentirnos engañados o defraudados, cerrarnos, volvernos agresivos. El resentimiento es una fuerza destructiva que se instala en el centro de nuestro ser, y es fácil dejarse arrastrar por ello. Sin embargo, la Eucaristía nos presenta otra posibilidad, la de optar por el AGRADECIMIENTO. Lamentar nuestras pérdidas, llorar nuestro dolor, es el primer paso para pasar del resentimiento al agradecimiento; las lágrimas ablandan nuestro corazón endurecido, y nos abren para dar gracias.

Eso es lo que significa la palabra EUCARISTÍA: "acción de gracias". Y así afirma el texto: "Celebrar la Eucaristía y vivir una vida eucarística tiene muchísimo que ver con el agradecimiento. Vivir eucarísticamente es vivir la vida como un don, como un regalo por el que uno está agradecido". El camino misterioso de la Eucaristía es este: A través del dolor por nuestras pérdidas llegamos a experimentar la vida como un don

Así comenzamos nuestras Eucaristías, suplicando la misericordia de Dios: "Señor, ten piedad" (Kirie Eleison); ese es el grito del pueblo de Dios, desde su corazón contrito. "Un corazón contrito y humillado, tú no lo desprecias, Señor". Pero para que esto sea  real debemos asumir la responsabilidad por nuestras pérdidas, sin culpar a Dios, al mundo o a los otros, reconociendo el papel que desempeñamos en la imperfección humana. Aceptar que no somos meras víctimas del mal, sino el fruto amargo de las decisiones humanas, de decir NO al amor. Los discípulos de Emaús caminan tristes, pero ellos son parte de lo sucedido de alguna manera: su pueblo, sus líderes, su propia traición y abandono.

"Celebrar la Eucaristía exige de nosotros vivir en este mundo aceptando nuestra corresponsabilidad por el mal que nos rodea y nos invade".

No es cuestión de destino o de suerte el que sucedan cosas buenas o malas, y formando parte de esta humanidad pecadora, pero redimida por la entrega de Cristo, debemos abrazar el dolor del mundo como si fuera nuestro dolor. Asumimos la responsabilidad respecto de ello y optamos a una vida de perdón, de paz y de amor.  El "Señor, ten piedad" ha de brotar de un corazón que no acusa, sino que asume, abraza en nombre de todos y se dispone para recibir la misericordia de Dios. 

Pero: ¿no nos paraliza el comenzar nuestra celebración con un corazón contrito, roto, reconociendo nuestra culpa, nuestra responsabilidad con el dolor del mundo? ¿No nos debilita esto demasiado? Por supuesto que sí, pero por la fe sabemos que "donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia", y también "Cuando soy débil, soy fuerte" porque se manifiesta en mí la fuerza de Dios. La historia que le cuentan al Desconocido los dos de Emaús está marcada por el dolor y el desánimo, pero al mismo tiempo esconde algo de esperanza: la referencia a las mujeres, ellas dijeron, no les creímos... Esa misma ambigüedad está en nuestra vida, la que presentamos a Dios al comenzar cada celebración, y la que procuramos vivir como cristianos. Anhelamos un mundo mejor, una mejor comunidad y ser mejores nosotros mismos, pero a la vez pensamos que es una ilusión, que al final no pasará nada... Es importante encontrar debajo de nuestro escepticismo un ansia perenne de amor, de unidad y comunión, y por eso decimos: "Señor, ten piedad" una y otra vez. Somos pecadores, lo hemos intentado todo, y ahora estamos cansados y sin esperanzas, pero se oye una voz que dice: "Te basta mi gracia", y de nuevo clamamos por la curación de nuestros corazones, y nos atrevemos a creer que, en medio de nuestros lamentos, hay un don por el cual estar agradecidos.

Pero, claro, para eso necesitamos un compañero muy especial; necesitamos DISCERNIR LA PRESENCIA. Jesús se acerca a los dos de Emaús y camina junto a ellos, y ellos dejan de mirar al suelo y miran a los ojos de un extraños que se les ha unido y que pregunta: ¿De qué venían hablando por el camino? Ellos responden con algo de sorpresa y hasta de irritación: ¿Acaso eres tú el único que no lo sabe? Y empiezan a contar, a desgranar la historia de una pérdida desconcertante, de una tristeza que les paraliza y desconcierta, de cómo nada parece tener sentido. 

(En este momento podemos preguntarnos: Y nosotros, ¿de qué venimos hablando por el camino? ¿qué es lo que nos agobia, desconcierta o desanima? Cuenta tu pérdida, habla con ese desconocido en quien todavía no reconoces a Jesús)

Hasta que el extraño toma la palabra y empieza a hablar, y les narra una historia super conocida, pero que a ellos les parece ahora totalmente nueva. Es la historia de ellos, insertada en el contexto de un relato mayor, con nuevos horizontes. Sus pequeñas vidas forman parte de un misterio más grande, un proyecto de eternidad

No es que no tengan razón para estar tristes, sino que esa tristeza forma parte de una tristeza mayor, preñada de alegría. No es que la muerte que lamentan no sea real, sino que era el primer paso de una vida mayor y más verdadera.  No es que no fuera importante la pérdida del amigo, pero esa pérdida iba a dar paso a un nuevo vínculo, mayor que cualquier amistad. El Desconocido no niega lo que ellos le han contado, al contrario, lo reafirma, pero lo reinterpreta como parte de un acontecimiento más grande. No les tranquiliza, no "les pasa la mano" como suele decirse, no da un consuelo fácil a la tristeza de ellos, e incluso les llama "necios y torpes para creer". No es una conversación tranquilizadora; el Desconocido se muestra enérgico, directo y nada sentimental, buscando que superen su estrechez de mente y de corazón.

(No se trata simplemente de buscar consuelo, sino de algo más; de recibir una nueva visión, de saber transformar la realidad a partir de interpretarla de un modo nuevo. Es importante cambiar nuestros modelos de pensamiento, nuestras imágenes religiosas, nuestros prejuicios respecto a lo espiritual...


Es una LLAMADA A DESPERTAR
1. A quitarse la venda de los ojos y derribar nuestros inútiles dispositivos protectores. 
2. A salir de una mirada estrecha, para tener una visión panorámica de la realidad, como si estuviera en lo alto de una montaña. 
3. A ver, en los obstáculos, una oportunidad para rectificar el camino. 
4. A sustituir los lamentos por la acción de gracias por el regalo que estamos recibiendo en esta situación. 

Y todo lo anterior, lo mismo que esa explicación que hace el Desconocido tiene como propósito el que reconozcamos la Presencia de Jesús (de Dios) en medio de la vida, del camino, del viaje espiritual que estamos realizando. Ese es el propósito de la Palabra que compartimos en cada Eucaristía: que nuestro corazón arda, que  Jesús se haga presente a través de su Palabra en medio de nosotros. 

PERO: vivimos en un mundo en el que hay un exceso de palabras, de información, de voces, y es tan fácil perderse en medio de ellas; o peor, nos volvemos sordos a toda palabra, también a las Palabras de Jesús, a la voz de Dios, que ya dejamos de reconocer. En nuestro mundo las palabras han perdido valor... Y nosotros escuchamos tantas veces las lecturas bíblicas que ya pensamos que las conocemos bien, y dejan de impresionarnos, les prestamos poca atención (escuchamos, pero no oímos), y estamos ahí, pero lo mismo la Escritura proclamada que la homilía que busca aterrizarla, pasan y no quedan... Nos hemos vuelto inmunes a la Palabra de Dios

(Y para nosotros, ¿qué valor tiene la Palabra de Dios que leemos o escuchamos cada día? No un valor nominal, todos sabemos decir que es Palabra de Dios, pero, en la práctica real, ¿qué significa para nosotros?)


En resumen, la Palabra pierde su carácter sacramental. ¿qué significa esto? Que es una palabra sagrada, que hace presente lo que expresa. Para Dios, hablar es crear, su Palabra es creadora, y la Palabra hace presente a Dios. Así sucedió en el camino de Emaús, y así sucede en cada Eucaristía, en cada encuentro, en cada momento en que esa Palabra se convierte en el centro de nuestro caminar y vivir. 

" La palabra leída y hablada pretende llevarnos a la presencia de Dios y transformar nuestras mentes y nuestros corazones".

 Solemos quedarnos con la imagen de que la palabra tiene un valor exhortativo, que nos invita a salir de nosotros y esforzamos a cambiar nuestras vidas.  Pero el poder de la Palabra radica, no tanto en cómo lo apliquemos después de oírla, sino en su propia capacidad de transformación, que realiza su obra divina mientras la escuchamos. 

Evoquemos un pasaje de San Lucas (4, 18-19) en el que se muestra el poder de la Palabra proclamada; en él vemos cómo en la escucha Dios se hace presente y sana, no en el futuro, sino AHORA. Es el sacramento de la Palabra, el lugar sagrado de la presencia real de Dios

(Esto, a su vez, nos invita a pensar que toda palabra tiene poder, el poder de decir bien o decir mal, de sanar o de destruir. Cuando digo palabras de amor o palabras de odio estoy ayudando a mejorar o a empeorar el mundo en que vivo)

 Podemos entonces concluir esta parte, pensando que es verdaderamente IMPORTANTE escuchar con todo nuestro ser la proclamación de la Sagrada Escritura, confiando en que Aquel que nos creó también os puede sanar y transformar; puede hacerse presente y sacar el miedo, el desánimo, la tristeza, de nuestro corazón. La Palabra de Dios le hace presente en nosotros de manera personal e íntima, pero también nos asigna un lugar en la historia de la salvación; nuestras pequeñas historias tienen un lugar en la gran historia de Dios

(Podemos hacer aquí una pausa para apropiarnos de las palabras de María en el Evangelio de Lucas: El Magnificat... Dios ha mirado nuestra pequeñez, y ha querido incorporarnos a una historia mayor, por la que me dirán dichoso...)

(Continuará)

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